RESPUESTA DE MIEDO, EMOCIÓN PRIMARIA.

 

      Los seres humanos tenemos dos tipos de emociones diferentes aunque íntimamente relacionadas, un tipo deriva del otro. Por un lado emitimos unas emociones primarias, las cuales compartimos con el resto de animales mamíferos; además disponemos de un repertorio de respuestas emocionales que son nuestras, específicas de los humanos, a las que vamos a llamar secundarias y que derivan de aquéllas. Obviamente, las primeras son más antiguas o ancestrales que las segundas.

      El “Reino Animal” es uno de entre otros varios reinos que constituyen y en los que se clasifican los seres vivos. Hicieron su aparición en el planeta Tierra hace aproximadamente unos 500 – 530 millones de años. Se caracterizan, entre otras, por su amplia capacidad de movimientos o por su desarrollo embrionario. Los animales se dividen en varios subgrupos, algunos de los cuales son, por orden de aparición: los invertebrados, que tienen en común que no tienen vertebración o esqueleto con columna vertebral, entre los cuales tenemos los artrópodos (insectos, arácnidos, crustáceos), los anélidos (lombrices, sanguijuelas) y los moluscos (bivaldos, gasterópodos, cefalópodos), entre otros; y los vertebrados, que si que disponen de esta vertebración. Estos últimos se dividen en varias clases, los peces, anfibios, aves, reptiles y mamíferos, a los cuales pertenecemos los seres humanos. Estos últimos, los mamíferos, fueron los que más tardíamente aparecieron en la escala filogenética, se dividen también en varias clases, una de ellas son los primates, de los cuales desciende el Homo Sapiens o ser humano actual.

      Las emociones son respuestas adaptativas, o impulsos que nos llevan a actuar, que tienen valor de supervivencia, que han sido modeladas por el largo proceso evolutivo, las emiten los animales mamíferos con la finalidad básica de mejorar su conducta frente a estímulos del entorno cambiante, y así asegurar o fortalecer la supervivencia de las especies en el medio. Como ejemplos podríamos citar el emitir ciertas respuestas o reacciones que eviten peligros, hacer frente a los depredadores o mostrar agresividad para cazar, entre otras. En el período evolutivo estas respuestas se han ido perfeccionando, afinando, por así decirlo, haciéndose más efectivas para cumplir la evolución su objetivo, que no es otro que el éxito reproductivo o la transmisión de genes a las generaciones futuras.

      Las emociones propiamente dichas surgen a partir de la aparición de los mamíferos, hace aproximadamente unos 210 millones de años. Estos son animales vertebrados, vivíparos, esto es, que nacen del vientre de la madre, respiran por pulmones y poseen glándulas mamarias que producen leche para alimentar a sus crías, entre otras características. Anteriormente a ellos ya vivían otros animales más simples, con un rudimentario sistema nervioso, cuya “vida mental” se hallaba limitada a los sentidos, entre los cuales merece una mención especial el olfato, y a un repertorio muy restringido de reacciones ante los estímulos. Nos referimos a peces, pájaros, pequeños reptiles y anfibios, cuyos pequeños cerebros estaban configurados para emitir estas reacciones o respuestas básicas predeterminadas que constituían la vida instintiva de estas especies, pero que aún no eran capaces de albergar lo que entendemos por emoción.

       El origen más primitivo de nuestra vida emocional radica en el sentido del olfato, que en aquellos tiempos remotos fue un órgano sensorial clave para la supervivencia. El centro olfatorio del cerebro lo componían algunos estratos neuronales que registraban y clasificaban el olor en algunas categorías como comestible, tóxico, enemigo, sexualmente disponible, etc., y enviaban respuestas a través del sistema nervioso ordenando al cuerpo las acciones oportunas como escapar, comer, aproximarse, etc. Se trataba de esas respuestas predeterminadas que constituían la vida instintiva de estas especies.

      Si consideramos el continuo de crecimiento y evolución del cerebro a lo largo de millones de años de período evolutivo, podemos apreciar que este ha ido creciendo de abajo hacia arriba, de tal manera que los centros superiores derivan del los centros inferiores más antiguos, pero que también disponemos de ellos los humanos, ya que la evolución no construye eliminando lo anterior, sino conservándolo para construir encima. Estos centros inferiores en el ser humano constituyen el “tallo encefálico”, la parte más primitiva del cerebro, y los compartimos con las especies simples mencionadas de peces, pájaros, reptiles; se trata de reguladores programados para mantener el funcionamiento del cuerpo y asegurar la supervivencia del individuo.

      Con la aparición de los mamíferos el cerebro creció y evolucionó considerablemente en tamaño y en capacidades. Fueron surgiendo nuevos estratos neuronales en el cerebro emocional superponiéndose y envolviendo a los centros inferiores ya existentes que agregaron las emociones propiamente dichas al repertorio de respuestas del organismo, consistentes en la respuesta de miedo o respuesta básica de supervivencia. Esta ya era una respuesta más elaborada, propia de un cerebro emocional más evolucionado, con nuevas estructuras y circuitos cerebrales que constituyen el “sistema límbico”, que viene a significar algo así como anillo y que envuelve el cerebro emocional anterior. Su finalidad era emitir ya emociones más sofisticadas que permitieran que el animal se pusiera a salvo ante la percepción de cualquier peligro que amenazara su vida, ya fuera luchando, huyendo del peligro u ocultándose si la lucha o la huida no fueran posibles.

      Este desarrollo del cerebro emocional hizo posible la aparición de dos poderosas herramientas, dos avances revolucionarios que permitieron ir más allá de las reacciones automáticas predeterminadas y mejorar las respuestas para adaptarlas a los exigentes cambios del medio y favorecer la supervivencia. Estas dos herramientas fueron el aprendizaje y la memoria. Gracias a ellas ya era posible reconocer y diferenciar los estímulos, discriminando lo bueno de lo malo.

      Aún el cerebro de los mamíferos experimentó una transformación radical al cabo de muchos millones de años y sobre el sistema límbico emergieron nuevos estratos de células que terminarían configurando el “neocórtex” o corteza cerebral. Gracias a éste fue posible un mayor ajuste, que supuso una gran ventaja en la capacidad del individuo para adaptarse al medio y superar las adversidades. El neocórtex trajo consigo todo lo que es característico del los humanos siendo el asiento del pensamiento y de los centros que integran y procesan los datos registrados por los sentidos. A medida que se asciende en la escala filogenética hasta llegar al ser humano aumenta en masa y en número de interconexiones neuronales, y por consiguiente mayor es también la variedad de respuestas posibles, aumentando la sutileza y la complejidad de la vida emocional, hecho que explica que los humanos seamos capaces de desplegar un abanico mucho más amplio de reacciones emocionales. Estos constituyen las emociones propias y específicas de los seres humanos, que derivan de la respuesta de miedo o respuesta básica de supervivencia; son la ansiedad o angustia, la tristeza y el enfado, las cuales ya cuentan con un componente cognitivo a considerar, y que es posible gracias a la adquisición precisamente de esta última instancia evolutiva del sistema nervioso, la corteza cerebral.

      Contemplando la relación temporal y funcional que existe entre la mente emocional y la mente racional, y cómo esta deriva de aquélla, se puede entender la preponderancia y hegemonía de los sentimientos sobre la razón, o del corazón sobre la cabeza, sobre todo en los momentos emocionalmente críticos.

      Esta emoción primaria que es la respuesta de miedo, que disponemos de ella ya que somos mamíferos, ha sido tan vital para la supervivencia de las especies a lo largo del período evolutivo que ha quedado inscrita en nuestro sistema nervioso en forma de respuestas automáticas innatas. Consiste en que ante la percepción o advertencia de un peligro real, se activan determinados circuitos neuronales cerebrales que dan las órdenes oportunas al cuerpo para que reaccione de una determinada manera con el único e impostergable objetivo de evitar el peligro y ponerse a salvo. Se produce una cascada de reacciones corporales que favorecen la lucha o la huida del peligro, como aumentando la frecuencia cardiaca para enviar más sangre a la musculatura esquelética, entre otras.